ESTUDIOS  

DEMOCRACIA ECOLÓGICA Y SISTEMAS DELIBERATIVOS:
¿UN MODELO POLÍTICO PARA EL ANTROPOCENO?

   

Javier Romero
Profesor de Filosofía Moral y Política
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad de Valladolid

javier.romero.munoz@uva.es


 

Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo

José Ortega y Gasset
Meditaciones del Quijote (1914)

 

El Antropoceno es en origen una noción geológica como señalan varios autores (Crutzen y Stoermer, 2000; Crutzen, 2002; Steffen et al., 2011; Ellis, 2018; Dryzek y Pickering, 2019; Romero, 2020ab, p. 143 y ss.), es decir, una hipótesis formal sobre una hipotética nueva época geológica en la historia de la Tierra que puede llegar a ser incorporada en la “Carta Cronostratigráfica Internacional” de la International Commission on Stratigraphy (Comisión Internacional de Estratigrafía-CIE). Sin embargo, a la hora de delimitar históricamente el posible inicio de esta nueva época geológica, la pregunta que están formulando varios autores antes de plantear alternativas sociopolíticas tiene que ver sobre si se debe atribuir el inicio de esta hipotética época a la humanidad (y con ello remontarnos o bien al neolítico, o bien al registro fósil que tienen los geólogos desde 1945), o a modelos socioeconómicos (concretamente al modelo capitalista). Es decir, ¿hablamos de Antropoceno o, más bien, hablamos de Capitaloceno?

 

¿Antropoceno o Capitaloceno?

Si se afirma que es la primera opción, Antropoceno, algunos autores han identificado el comienzo de esta hipotética nueva época en el neolítico. Autores como W. Ruddiman, o una gran comunidad de arqueólogos, han señalado que desde hace miles de años el Homo sapiens ha modificado y transformado el medio a través de la tecnología -desde la agricultura y la domesticación de animales en adelante- (Ruddiman, 2003; Balter, 2013). Otros autores afirman que si bien la tecnología ha estado muy presente en el Homo sapiens desde la revolución neolítica -y exponencialmente desde la Revolución Industrial-, solo desde 1945 tenemos registró fósil real, como el nuclear, con una durabilidad de millones de años en la Tierra -como el plutonio y sus 24.110 años de vida media por sus isotopos radiactivos-; esta es la postura mantenida por varios geólogos según señala el profesor Arias-Maldonado (Arias-Maldonado, 2018, p. 50), destacando, por ejemplo, el registro geológico antropoceno en el Abra de Bilbao según los análisis de Alejandro Cearreta y su equipo de investigación (Cearreta et al., 2017).

A pesar de que el concepto de Antropoceno ha sido ampliamente aceptado en los términos en que fue planteado en el año 2000 por Paul Crutzen -aún existiendo diversidad de opiniones sobre su posible inicio geológico e histórico-, existe una oposición por quienes ven en esta hipotética nueva época geológica el reflejo de la “dominación capitalista imperial”. Para Malm, Hornborg y Moore, la transformación del planeta es el producto histórico de un modelo socioeconómico dominante durante los últimos siglos: el capitalismo. Por todo ello, según estos autores, se debe hablar de Capitaloceno, y no de Antropoceno, como el resultado de un sistema hegemónico de dominación de un capitalismo imperial, donde el Antropoceno es un producto de este capitalismo al atribuir la responsabilidad por la degradación medioambiental a toda la humanidad (anthropos), en vez de repartir responsabilidades a grupos sociales particulares, como los bancos, los mercados, los terratenientes, etc., que han acumulado poder político y económico desde el siglo XIX en adelante, con la consecuente degradación medioambiental (Malm y Hornborg, 2014; Moore, 2014).

A día de hoy es indiscutible que el capitalismo juega un papel decisivo en la transformación moderna de la naturaleza. Sin embargo, como señala Arias-Maldonado, eso no explica por sí solo la transformación del sistema planetario -como sugieren los defensores del Capitaloceno-, si bien el Antropoceno designa solamente un intervalo geológico donde la humanidad está lejos de ser su única causante, y a ello hay que añadir el papel que juegan las erupciones volcánicas, los desplazamientos del fondo marino o la acción de los fluorocarbonos en la atmósfera, entre otros factores (Arias-Maldonado, 2018, p. 59). Aún siendo concebido por seres humanos, señala Arias-Maldonado, desde un punto de vista estratigráfico el Antropoceno de los geólogos no constituye un concepto antropocéntrico-capitalista, ya que “es al introducir el enfoque de la ciencia del sistema terrestre, más atento a las alteraciones ecológicas y biológicas, cuando la fuerza expansiva del capitalismo adquiere relevancia propia” (Arias-Maldonado, 2018, p. 60). Es decir, solo gracias a las ciencias de la vida y a las ciencias de la Tierra, se han podido resaltar objetivamente las inestabilidades medioambientales que se están produciendo a nivel local y global, inducidas por el ser humano en sus distintos niveles (cambio climático antropogénico, agotamiento de recursos, pérdida de biodiversidad, etc.). Al menos así lo formula la sólida hipótesis científica en revisión por la CIE, una hipótesis formal que nos recuerda que el ecosistema primitivo, la Tierra, tenía un aspecto muy diferente antes de la aparición del Homo sapiens (recordemos que el género Homo apareció a finales del Mioceno e inicio de la época del Plioceno, y que la Tierra tiene una existencia de alrededor de 4.500 millones de años según el estándar científico).

La novedad del término Antropoceno, frente a otros conceptos del pasado (desde Antropozoico (1873) al Antroceno (1992), sin olvidar Noosfera (1924) o Tecnógeno (1988)) o conceptos alternativos (Capitaloceno o Oligoantropoceno), ha sido su traducción en una propuesta formal. Que el Antropoceno se constituya como una hipótesis rigurosa y formal presentada a las autoridades y/o comisiones científicas normativamente competentes para su análisis y evaluación, indica que este concepto es geológico, es decir, responde a reglas rigurosamente científicas (análisis, experimentos, hipótesis, etc.). Pero esta “rigurosidad científica” no excluye que se puedan llevar a cabo reflexiones morales, legales y políticas a partir de este concepto (o incluso sin su presencia, como hicieron muchos teóricos y ecologistas antes del año 2000), sino que a partir de aquí se abre un espacio donde metodologías de análisis diferentes, como las metodologías de las ciencias sociales o las humanidades, trabajan conjuntamente con las ciencias naturales, un legado que el filósofo Bertrand Russell señala al observar cómo “el trabajo del filósofo empieza donde acaban los toscos hechos. La ciencia los reúne […] (y) constituyen la materia prima de la filosofía” (Russell, 2016, p. 10).

 

La democracia deliberativa y sus posibilidades ecológicas

Si bien la democracia deliberativa crítica tiene varios años en la línea de Jürgen Habermas, Seyla Benhabib y John S. Dryzek (Dryzek, 2000, p. 20 y ss.), la democracia ecológica se ha ido formulando a partir de ella desde la perspectiva de varios autores (Dryzek, 1987, 2000; Plumwood, 2002; Smith, 2003; Eckersley, 2004; Dryzek y Pickering, 2019; Romero, 2020ab; Romero y Dryzek, 2020). Que la democracia deliberativa verde quizás es una modelo político eficiente para el Antropoceno, viene dado por tres características. La primera característica, por la capacidad de aceptar las hipótesis de la comunidad científica sobre este término, más allá de buscar culpables y demonizar el trabajo de los geólogos (a la espera de una resolución respetando los tiempos de análisis estratigráfico). La segunda característica, por la defensa que en los últimos años varios teóricos y analistas como John Dryzek, Richard B. Norgaard, David Schlosberg, Hayley Stevenson, Simon Niemeyer o Javier Romero han llevado a cabo sobre cómo la democracia deliberativa en el Antropoceno es democráticamente beneficiosa para la gobernanza y la (re)estructuración institucional a nivel local (biorregionalismo) y global. La tercera característica, por la capacidad de este modelo para solucionar problemas complejos desde una estructura filosófica, moral y políticamente sólida en la línea de Habermas, Benhabib y Dryzek (Dryzek, 2013ab, p. 233 y ss.).

Si tal como apunta el paleoecólogo Valentí Rull no es necesario formalmente definir el Antropoceno para aceptar de manera unánime que la actividad humana ha cambiado los procesos del sistema terrestre durante los últimos siglos, tampoco es necesario, como señala Arias-Maldonado, recurrir desde esta perspectiva al Antropoceno para reflexionar sobre las implicaciones morales y políticas de esa profunda alteración (Rull, 2013; Arias-Maldonado, 2018, p. 18), es decir, se pueden plantear modelos sociopolíticos para la realidad que el Antropoceno describe sin la necesidad de esperar a una resolución formal desde la postura geológica. Así entonces, la democracia ecológica y los sistemas deliberativos que la acompañan no es una teoría a posteri creada para el Antropoceno en un intento por adaptarse a este cambio planetario, sino que en su estructura interna podemos encontrar, independientemente de cualquier caracterización externa, la “promesa ambiental de la democracia deliberativa”, como han señalado Stevenson y Dryzek (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 13 y ss.). Esto significa que, aunque la CIE rechace, o no rechace, el término Antropoceno en los próximos años, la realidad que describe -las inestabilidades medioambientales fruto de la relación entre sistemas naturales y sistemas sociales- no van a desaparecer (y ante esta realidad, la democracia ecológica estructurada desde los años 80 del siglo XX posiblemente está mejor posicionada que otros modelos para hacer frente a los problemas ecológicos y sociales). Esto es quizás suficientemente válido para entender que la cuestión es aún más prioritaria hoy cuando se analiza que algunos sistemas políticos, independientemente de su ideología o de su intento de adaptación al Antropoceno, están más capacitados que otros para llevar a cabo un compromiso más fuerte con los sistemas naturales y, por lo tanto, poder hacer frente de manera más efectiva a los problemas complejos ecosociales más allá de que se adopte o no el concepto Antropoceno.

 

Las características de la democracia ecológica

Aquellos que promueven sistemas deliberativos en teoría y práctica democrática, según Stevenson y Dryzek, a menudo lo hacen porque creen que encarna los ideales intrínsecos de una buena democracia: la oportunidad y la capacidad de participar (o ser representados) en la deliberación para la legitimidad política mediante sistemas inclusivos (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 12). La deliberación, por su parte, implica una comunicación que no es coercitiva, con la capacidad de conectar expresiones de intereses o posiciones particulares con principios más generales, induciendo así a la reflexión, a la crítica y a la argumentación por parte de los que hablan y escuchan, ya sea sobre temas ecológicos o sociales. Por todo ello, algunos autores como Eva Lövbrand y Jamil Khan, llegan a afirmar que la democracia deliberativa se ha convertido no solo en una teoría política dominante en los últimos años, sino que también estaría presente en teoría y política ambiental (Lövbrand y Khan, 2010, p. 50-51). Así, siete son las características que indican la eficiencia de la democracia ecológica (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 12). Estas características serían:

a) Coordinación
Los problemas ambientales resultan ser muy complejos (como el cambio climático antropogénico). La complejidad, según los autores, se refiere a la cantidad y variedad de elementos e interacciones que deben ser tratados por un sistema de decisión (por ejemplo, un sistema democrático). La complejidad, que a menudo desbordará las capacidades cognitivas de cualquier actor individual, puede, mediante la deliberación y la incorporación de perspectivas de análisis de diferentes actores, enfrentarse a la complejidad. Estos actores pueden ser expertos que conocen partes del problema complejo (como diferentes tipos de científicos, ingenieros, economistas, etc.), así como representantes de grupos de personas o activistas políticos interesados en diferentes tipos de valores (por ejemplo, bienestar comunitario, justicia social, protección del ecosistema, especies en peligro de extinción, derechos de los animales, etc.), o ciudadanos que poseen conocimientos sobre el problema. Idealmente, la deliberación en los términos de Habermas (racionalidad comunicativa), puede llegar a producir respuestas colectivas coherentes desde perspectivas parciales.

b) Feedback sobre la condición de los sistemas socioecológicos

En la medida en que sean actores inclusivos interesados en diferentes aspectos de los sistemas complejos, los procesos deliberativos pueden asimilar diferentes feedback sobre las condiciones de los sistemas (sociales o ecológicos). Obviamente, aquí hay que tener en cuenta quién exactamente está presente o representado en un proceso deliberativo, de ahí la necesidad de incluir a todos los afectados.

c) Priorización de bienes públicos e intereses generalizables

Puesto que muchos bienes ambientales son bienes públicos (como el aire, la calidad del agua, la integridad del ecosistema, la amenidad paisajística o la condición de la atmósfera global), a menudo el interés individualista se interpone en el camino de la provisión de un bien público como en la famosa “tragedia de los comunes”.

Aunque este proceso puede estar presente en política -transferir los costes de la acción colectiva a otros-, en los sistemas deliberativos este tipo de movimientos estratégicos son idealmente marginados a favor de un enfoque en el interés común -como los bienes públicos-. Los argumentos expresados en términos de intereses que son generalizables para los participantes en la deliberación, tienen mejores posibilidades para ser aceptados por otros que aquellos argumentos basados en el interés propio. Así, por ejemplo, la calidad ambiental es uno de esos intereses generalizables, y también un bien público.

d) Reconocimiento del interés de las generaciones futuras y los animales no humanos

La mayoría de los procesos políticos tienen problemas para tener en cuenta a las generaciones futuras y a la naturaleza no humana, porque no pueden estar literalmente presentes para promover intereses (característica muy importante cuando se trata de cambio climático y de recursos naturales). La deliberación y los sistemas deliberativos no son una excepción aquí. Si embargo, la deliberación tiene mecanismos para tomar en cuenta estos intereses. En parte, porque la deliberación induce a sus participantes a pensar sobre los intereses de los demás, incluyendo en algunas ocasiones a otros que no estarían presentes en la mesa deliberativa. Además, escuchar es una las partes de la deliberación -no solo hablar-, y no hay ninguna razón para que la escucha no se pueda extender a otros tipos de comunicación (comunicación lingüística y comunicación no lingüística).

e) Promoción de la ciudadanía ecológica

La deliberación incluye que las personas se expresen como ciudadanos, no solo como consumidores (la ciudadanía aquí trata de obligaciones y deberes, así como de derechos). Así, por ejemplo, la deliberación en un contexto ambiental conduce a que los participantes en la conversación idealmente pueden llegar a una noción de “ciudadanía ecológica”, reconociendo sus derechos ambientales (calidad del aire y del agua, alimentos no contaminados, etc.), así como sus obligaciones ambientales con seres humanos, la integridad de los sistemas socioecológicos, e incluso la naturaleza no humana. Un sentido de “ciudadanía ecológica” por parte de los participantes en una deliberación refuerza a su vez la capacidad discursiva para priorizar bienes públicos, intereses generalizables e intereses de las generaciones futuras y de la naturaleza no humana (los ciudadanos ecológicos son más propensos a hablar en nombre de los ausentes afectados).

f) Reflexividad

Debido a que la reflexión y el cuestionamiento de ideas y propuestas son fundamentales para cualquier proceso deliberativo, estos procesos son eficientes para identificar y, si es necesario, rectificar sus propios defectos (autocrítica). Este punto está en contraste con algunos otros mecanismos políticos o económicos, que efectivamente inhiben cualquier cambio es su propia estructura básica como la democracia liberal o el mercado liberal.

g) Creatividad

Finalmente, los procesos deliberativos no funcionan sobre la base de negociaciones en las que cada lado se esfuerza por encontrar un resultado lo más cercano posible a su posición preferida inicial. En cambio, la deliberación puede implicar la búsqueda de alternativas creativas que puedan satisfacer intereses de todas las partes, mejor de lo que cada uno de ellos pensó que era posible.

Desde este punto de vista, en la democracia ecológica existen estructuras de innovación eficientes en temática ambiental debido a esa “promesa ambiental” de la democracia deliberativa. Sin embargo, no existen garantías absolutas de una deliberación que lleve a sus participantes a conclusiones ecológicamente satisfactorias y universales. Como a sus críticos populistas y poco ecológicos les gusta señalar, la deliberación como un procedimiento no puede garantizar que se logren resultados sustantivos particulares (Mouffe, 1999, Laclau, 2016, p. 212 y ss.). Pero la garantía no es el punto. La democracia deliberativa sabe muy bien que los diferentes tipos de mecanismos políticos y económicos promueven valores que pueden ser adoptados por los ciudadanos, pero si al final el significado del resultado está condicionado por el proceso de deliberación justa y el consenso intersubjetivo entre las diferentes partes afectadas (y no por mecanismos dogmáticos de demagogia y manipulación estructurados ambos desde un líder carismático con sensibilidades totalitarias), así es exactamente como debería ser, es decir, según Stevenson y Dryzek sobre el concepto de sostenibilidad, “podemos permitir que lo que un foro deliberativo decida sobre que es sostenible en un contexto particular o local, merezca respeto” (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 16-17).

Por todo ello, es necesario precisar los componentes internos que todo sistema deliberativo tiene. Estos componentes son: a) esfera privada, b) espacio público, c) espacio de empoderamiento, d) transmisión de influencia del espacio público al espacio de empoderamiento, e) rendición de cuentas, f) metadeliberación, y g) decisión (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 27 y ss.). Con la decisión, observan los autores, se llega a un grado donde los seis componentes anteriores actúan en conjunto para determinar resultados colectivos. Gracias a estos componentes, cualquier problema ecológico puede llegar a resolverse en mejores condiciones que en los términos presentados por la democracia liberal o el populismo.

 

El cambio climático antropogénico: un ejemplo

Un ejemplo de gobernanza global según los resultados de la democracia deliberativa puede representarse con el problema del cambio climático antropogénico. En la gobernanza global de este problema ecológico, la institución más destacada (pero no necesariamente la más importante) en el espacio de empoderamiento, consistiría en las negociaciones organizadas con las protecciones y los resguardos de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC). Sobre el espacio público de este problema ecológico, por su parte, muchos actores e intereses promueven la deliberación: varios tipos de ONGs (como la Climate Action Network), corporaciones y asociaciones empresariales (reunidas a veces en foros como el World Business Summit on Climate Change), activistas de movimientos sociales (promueven eventos paralelos como el Klimaforum, entre otros), actores individuales con impacto mediático (como el ex presidente de Estados Unidos, Al Gore), medios de comunicación, bloggers, foros regionales de varios tipos, y expertos (como los que se organizan en torno al IPCC). Aquí hay que observar, además, que aunque el IPCC se estableció bajo la tutela de la ONU, sus “informes de evaluación” no tienen un lugar oficial en la formulación de políticas de la UNFCCC. Su voz es simplemente una entre muchas en el espacio público. Tras esta división, el espacio público para la deliberación se estructuraría según los discursos más prominentes que lo impregnan (Stevenson y Dryzek, 2014, p. 31). Estos discursos son:

a) discurso de sostenibilidad (aquellos discursos comprometidos con el capitalismo bajo en carbono que se puede lograr sin mucha interrupción: World Business Summit on Climate Change, grupos de negocios, economistas liberales, etc.),

b) discurso de sostenibilidad expansiva (apuesta por una economía capitalista descarbonizada necesariamente acompaña por la justicia climática y más en el camino del control público: Al Gore, Climate Action Network, etc.) y, finalmente,

c) radicalismo verde (comprometido con la transformación profunda de la economía política en nombre de la integridad ecológica y la justicia social: activistas de movimientos sociales, grupos de ciudadanos, etc.).

Siguiendo los análisis metapolíticos y metadiscursicos de los diferentes discursos medioambientales (Dryzek, 2013b), este “mapa discursivo” está orientado hacia el debate y el diálogo sobre un problema ambiental: cambio climático antropogénico. El proceso tiene como finalidad influir sobre la actividad institucional (democratización ecológica y diseño discursivo del sistema transnacional). En este proceso sale a la luz el concourse dryzekniano, esto es, “un lugar donde ideas, posiciones, opiniones, argumentos, críticas, modelos y teorías marchan juntos; es la suma de la comunicación sobre un mismo tema” (Dryzek, 1996, p. 4). Este concourse representa la idea sobre cómo un tema es debatido dialógicamente por diferentes actores, con la finalidad de llegar a un consenso intersubjetivo entre las diferentes partes afectadas, como ocurrió en el ejemplo más exitoso de gobernanza climática que tenemos a día de hoy en la respuesta colectiva eficaz e inequívoca que se dio a un problema potencialmente catastrófico como la capa de ozono, siguiendo el Protoloco de Montreal de 1987 (Liftin, 1994).

 

Antropoceno: ¿una brújula par el siglo XXI y los ODS?

Si bien el ejemplo del cambio climático antropogénico supone una apuesta por la gobernanza global más allá del status quo -es decir, con la participación de un amplio sector de la sociedad civil-, con este ejemplo se resalta además la capacidad de la democracia ecológica para solucionar problemas ecológicos a nivel global como en el caso del ozono (Liftin, 1994). Evaluar y diseñar instituciones para el Antropoceno también es una de las tareas de la teoría democrática cuando nos damos cuenta, como señalan Dryzek y Pickering, que algunas instituciones creadas en el Holoceno empezarán a ser ineficaces para los desafíos ambientales y, sobre todo, para un reconocimiento de la naturaleza no humana como un actor central en la historia (Dryzek y Pickering, 2019, p. 30 y ss.).

El Antropoceno nos obliga a un replanteamiento sobre el lugar que ocupa el ser humano y las instituciones sociales, más allá de modelos estáticos y antropocéntricos. Tomar en serio el Antropoceno implica la creación de un nuevo escenario como sugiere la economista de la Universidad de Oxford, Kate Raworth (Raworth, 2018, p. 80 y ss.). Por ello, siguiendo los nueve límites planetarios que han situado la problemática ambiental en un primer lugar, el “techo ecológico” según los análisis de Rockström y Klum (Rockström y Klum, 2015), entre el fundamento social de bienestar humano y esos límites planetarios de presión existe una “zona intermedia de espacio seguro y justo para la humanidad” según Raworth.

Para la autora, el mantenimiento de esa zona segura antropogénica representa una zona que no debe traspasarse en los próximos años, pues en su interior se encuentran los doce elementos básicos de la vida que no deberían faltarle a nadie. Estos elementos son: agua limpia y saneamiento adecuado, acceso a la energía y a unas instalaciones culinarias limpias, acceso a la educación y a la atención sanitaria, una vivienda digna, y acceso a redes de información y a redes de apoyo social. Además, señala la autora, es necesario que todo ello se logre en un marco de igualdad de género, equidad social, participación política, paz y justicia (Raworth, 2018, p. 54). Estos elementos, según Raworth, configuran la brújula para el siglo XXI; una brújula para guiar a la humanidad en este siglo, a la vez que apunta hacia un futuro que pueda satisfacer las necesidades de cada ser humano al tiempo que salvaguarda los sistemas naturales y la integridad de los animales no humanos y las generaciones futuras, siempre -hemos de decir- que la economía circule abiertamente en términos de economía ecológica (Martínez Alier y Roca, 2018).

Desde la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, las normas y las leyes internacionales de derechos humanos han tratado de establecer el derecho de toda persona a la inmensa mayoría de los elementos básicos que recoge Raworth, independientemente del poder o el dinero que se tenga. Proponer una fecha concreta, como señala la autora, en la que todos ellos estén al alcance de todas las personas vivas, puede parecer una meta muy ambiciosa, pero de hecho actualmente hay una fecha oficial (Raworth, 2018, p. 55). Todos esos elementos básicos se incluyen hoy en los denominados Objetivos de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas (ODS), acordados por 193 países miembros en 2015, donde se pretende alcanzar la mayoría de ellos en 2030. Quizá este horizonte de desarrollo sostenible necesite de algún instrumento de orientación para determinar el rumbo que permita entender que hay que gobernar los límites planetarios y, de esta forma, poder democratizar el Antropoceno para cumplir las expectativas ecológicas y sociales de la ONU. Así, por ejemplo, tras la publicación en octubre de 2018 de un nuevo informe especial de análisis por parte del IPCCC, Global Warming of 1.5 ºC, el texto nos indica que limitar el calentamiento global a 1.5 ºC, barrera que se estima que se superará a este ritmo a partir de 2030, se requerirá de cambios rápidos, de amplio alcance y sin precedentes en todos los aspectos de la sociedad, que deberían estar llevándose hoy a cabo y en los próximos años (IPCC, 2018).

Quizás, podemos observar, la brújula del siglo XXI nos permite situar y encontrar el norte (la prioridad ecológica), y aquí es donde algunos modelos políticos están más capacitados que otros para asumir el reto ecológico. La finalidad es evitar que se entre finalmente en un lugar de incertidumbre -más allá de lo experimentado por el Homo sapiens en el Holoceno- no solo en términos ecológicos, sino también en términos morales y políticos. Por todo ello, apostar por una teoría democrática de valores verdes, así como de estructuras verdes, como posible modelo político para el Antropoceno, posiblemente no sea tan mala idea más allá del liberalismo y del populismo estático en temática ambiental. Si bien la política verde favoreció la participación y la aparición de una sociedad civil en temática ambiental (valores verdes), la democracia ecológica y los sistemas deliberativos son capaces de escuchar los diferentes discursos, a la vez que priorizan la ecología para, finalmente, (re)estructurar la actividad política y las instituciones (estructuras verdes). Este modelo democrático, finalmente, puede llegar a orientarse tanto hacia la promoción de una buena conversación pública sobre el medio ambiente (el concourse dryzekniano), así como hacia una reestructuración de un sistema de gobernanza basado en la cooperación. Las posibilidades están abiertas, la sociedad civil tiene la llave en relación con el Estado para proponer un Antropoceno democrático antes que otros modelos poco amistosos con la democracia muestren sus cartas.

 

 

 

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