En este estudio intentamos responder a cuatro cuestiones, a saber:
1º.- ¿Es posible admitir la existencia dentro de nuestro ordenamiento jurídico constitucional de derechos ambientales para las generaciones futuras?
2º.- ¿Cuál su fundamento?
3º.- ¿Cuál es su contenido obligacional?
4º.- Sujetos obligados.
I
¿EXISTEN LOS DERECHOS AMBIENTALES DE LAS GENERACIONES FUTURAS?
En el art. 45.2 C.E. se establece que “los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva”. Del precepto interesa destacar la apelación a la finalidad de proteger la calidad de vida, por una parte, y la de defender y restaurar el medio ambiente, por otra.
La finalidad de mejora de la calidad de vida constituiría una invocación a la obligación de preservar un grado de bienestar cualitativo y vinculado esencialmente a los bienes ambientales para las generaciones presentes. Sin embargo, la obligación de defender y restaurar el medio ambiente como finalidad en sí no es más que una forma indirecta de proteger la calidad de vida de las generaciones futuras, imposible de preservar sin la protección del medio actualmente existente (que será el del futuro), al tiempo que una declaración de sacralidad de la naturaleza: ésta merece protección autónoma porque constituye un valor digno de tutela al estar dotada de valor per se. De esta manera, el concepto de calidad de vida permite “la fundamentación como sostenible de un cierto antropocentrismo débil” (el subrayado es nuestro)[1], al considerar como un postulado fundamental de su contenido la necesidad de protección del medio ambiente como elemento necesario para la vida humana presente, sin la cual no existiría en ningún caso la futura: el medio obtiene así valor mediato, pero imprescindible, para superar la amenaza a la supervivencia humana que supone la crisis ambiental.
En consecuencia, ambas expresiones “traen” a la Constitución los intereses ambientales de las futuras generaciones “en su condición de beneficiarias del fideicomiso del que somos responsables”,[2] que pasa obligadamente por la conservación del entorno en el estado necesario para mantener unos niveles dignos de calidad de vida para que lo disfruten los que aún no existen. Esta obligación puede simplificarse en el enunciado ético, que indudablemente deberá tener hondas consecuencias jurídicas, avanzado por Randers y Medows: “No se pueden ejercer acciones que recorten las opciones económicas y sociales de las generaciones futuras”[3]. Toda decisión orientada a un aumento del desarrollo puede calificarse de insolidaria si compromete la subsistencia o la calidad de vida de las generaciones posteriores. Esta regla supone la asunción de un rudimentario pero sabio criterio ético-político de la tribu chewapa. Este criterio es el conocido como regla de la séptima generación: antes de tomar cualquier decisión comunitaria o personal deberá revisarse qué consecuencias tendrá para las siete generaciones posteriores a la que se plantea la nueva medida.[4] Si alguna de estas siete generaciones posteriores va a sufrir algún perjuicio a raíz de la misma, ésta se considera injusta y no se lleva a la práctica.
En este contexto de sentido se encuadra la vinculación entre del derecho al ambiente y el principio de solidaridad actual e intergeneracional. El art. 45.2 CE se refiere a esta relación con la expresión “indispensable solidaridad colectiva”. Y es su carácter “indispensable” el que ha permitido calificar a los derechos ambientales de las generaciones futuras como derechos de solidaridad, o de obligación de las presentes sin contraprestación de las futuras. De esta manera, solidaridad y justicia quedan no sólo enlazadas sino asimiladas: lo insolidario es injusto, y esta calificación se predica no sólo de las relaciones entre los semejantes que ocupan un contexto histórico determinado sino también respecto a las obligaciones de solidaridad de las generaciones presentes con las futuras. Y de otra parte, existe una sintonía forzosa entre justicia y ecologismo, quedando situado el último en la base de la primera, porque simplemente no es entendible una justicia completa y razonable sin una protección del entorno satisfactoria y con amplias proyecciones de futuro: “La lucha por la justicia debe incluir la lucha por la ecología..., para afirmar la justicia más elemental de todas: un ambiente habitable para las futuras generaciones”[5]. Así, los derechos ambientales de las generaciones futuras pasan a convertirse en un “derecho a la solidaridad en el presente”: la fórmula de concreción práctica de aquellos derechos “del” futuro en el presente es la obligación de solidaridad, de contenido eminentemente ambiental, que vincula a las generaciones presentes, que vienen obligadas a dejar un Planeta en condiciones de habitabilidad ambiental dignas y favorecedoras de la calidad de vida para estos seres humanos que están por venir.
II FUNDAMENTO DE LOS DERECHOS AMBIENTALES DE LAS FUTURAS GENERACIONES
Entendemos que los fundamentos de los referidos “derechos de solidaridad ambiental” son fundamentalmente dos, a saber: es una herramienta imprescindible para la supervivencia de la humanidad; la Naturaleza, a la que pertenecemos como seres vivos, tiene un valor intrínseco.
a) En efecto, en primer término los derechos de ambientales de las generaciones futuras son “una moral de la solidaridad de la especie”[6]. Los bienes naturales son compartidos por todos los habitantes del Planeta, y por los hijos que aún no tienen, y éstos son cada vez más escasos y limitados. Sin uno sano y recto criterio de equidistribución actual y prudente consumo la especie misma se verá comprometida en el futuro por escasez de recursos imprescindibles para la vida. De esta forma, solidaridad y ecologismo interactúan hasta convertirse en lo mismo.
Interesa destacar la insoslayable dimensión mediata y vivencial de esta reubicación del hombre en la naturaleza, en cuanto que la fundamentación de la obligación de solidaridad humana con la naturaleza constituye el contenido esencial de “los verdaderos valores que diariamente le facilitan la vid”[7], tanto en su dimensión presente como futura. Esta idea viene a instaurar una ética material de los valores ecológicos que se fundamenta en un concepto de “valor” compuesto plenamente por un necesidad, a saber: será un valor ecológico auténtico el que se ajusta a las necesidades de conservación de la naturaleza en el sentido más favorable para mantener la vida de los seres humanos como especie que precisa del entorno vital planetario para sobrevivir. [8]
b) Por otra parte, y superando la perspectiva antropocéntrica, no podemos eludir que “formamos parte de la naturaleza”[9], y es una exigencia previa ineludible “situar al ser humano dentro de los ecosistemas”[10]. Colectivamente “compartimos el planeta como algo común, fijo y limitado”[11], ámbito que es, afortunada pero también irremediablemente, “ama y casa del hombre”.[12] Es este entorno el que hemos venido tratando como un simple medio u objeto inerte con el que satisfacer nuestros fines materialistas, con prepotencia “humana” y sin ningún respeto ni vocación proteccionista o mínimamente conservacionista.[13] No se contempla el medio como dotado de valor en sí, e incluso se margina su carácter elemental de contexto de subsistencia del ser humano como especie viva sobre la tierra.
¿En qué se funda esta “valoración intrínseca” del medio natural?. En un sentido inmediato, íntimo y sacro, en coincidencia con la esencia plena de misterio del “ser natural”, el fundamento de la obligación de solidaridad directa con la naturaleza es que ésta viene dotada de un valor en sí por afinidad con el sujeto cognoscente u “objeto” externo por el que se define.[14] El hombre forma parte de la naturaleza “siendo”, a su vez, naturaleza. Esta concepción es la esencia fundamental sobre la que se asienta esta dotación de valor intrínseco a la naturaleza: el respeto a sí mismo implica, de suyo, el respeto a la parte de sí mismo que está compuesta por la naturaleza, y de la que formarán parte, a su vez, las futuras genraciones.[15] Esta concepción rebasa lo meramente filosófico, lo jurídico y lo político, para ubicarse entre lo místico, lo científico y casi lo literario: “Hay que amar a todas las cosas por sí mismas, siendo, así, los más justos y conscientes”.[16] A Esta consciencia natural se ha referido con acierto Theodore Roszak:
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“¿Cómo, pues, podríamos pasar a una era de aguda emergencia ecológica, tan terrible como jamás ha conocido la biosfera del planeta, y no sentir en nosotros el tirón de esa reciprocidad, un profundo recuerdo orgánico, una advertencia, una instrucción?. Pero ¿cómo podríamos esperar que la Tierra emitiera semejante instrucción?. ¿Esperaríamos que bajara de los cielos..., o nos la proclamara una diosa que surgiera del mar?. Sin duda sabemos que la textura de la naturaleza está tejida de un modo más sutil. La instrucción nos llegaría en el único lenguaje más capaz de transformar nuestra conducta:... como una idea moral realizada desde dentro”. [17] |
En suma: el fundamento de la obligación de solidaridad de la persona con el planeta y, a través de la misma, también con las generaciones futuras, radica en su identificación con el mismo y en la necesidad del hombre de cuidar el actual equilibrio planetario para sobrevivir en el presente y en el futuro, fundamento que encuentra su expresión más acabada y demostrativa de su validez en la confusión y sutil interacción existente entre ambos.
III CONTENIDO OBLIGACIONAL DE LOS DERECHOS AMBIENTALES DE LAS GENERACIONES FUTURAS
La imposibilidad de ejercicio inmediato (por motivos obvios) por parte de las generaciones futuras de los derechos ambientales de los que son titulares, determina que más que definir el contenido de estos “derechos subjetivos”, haya que proceder a establecer las obligaciones objetivas de las generaciones presentes que están en el deber de respetar y promover la defensa de los mismos. Obligado es referir que el contenido de estas obligaciones se concretará en exigencias de carácter ambiental, pero no debe olvidarse que sin el legado de un medio ambiente apto para el mantenimiento de una digna calidad de vida es impensable cualquier otra herencia que merezca el calificativo de benéfica: sin la base esencial de un medio ambiente sano, cualquier otro legado estará minusvalorado de raíz por la carencia de este elemento común a cualquier bien necesario para la vida humana.
a) La primera obligación es de carácter negativo (o de “no-hacer”) y limitador de la libertad de acción de las generaciones presentes, al tiempo que esta obligación implícitamente le atribuye nuevas obligaciones de compromiso ambiental. La especial relación persona-naturaleza glosada arriba no implica, en ningún caso, un posicionamiento privilegiado del hombre respecto a otros seres para dominar la Tierra a su antojo y al servicio de su exclusivo interés. Al contrario, el ser humano “más bien tiene una responsabilidad sobre el medio ambiente muy superior a la de las demás especies” [18], responsabilidad que se proyecta hacia la naturaleza como medio necesario para su vida y la de las generaciones que lo sucederán. [19] Es precisamente la excepcionalidad y singularidad irrepetible de la relación entre persona y Planeta, unida a la racionalidad inherente a la especie humana, la que motiva este plus de responsabilidad sobre cualquier otra especie en relación a la obligación de cuidado y custodia de los bienes naturales y del mundo humano futuro:
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“Somos un fragmento de la biosfera, pero el único que está dotado de conocimiento y responsabilidad. Es necesario por ello equilibrar el sentimiento de pertenencia a la naturaleza con el sentimiento de excepcionalidad del ser humano dentro de la naturaleza. Se trata de un equilibrio que hay que reconstruir continuamente” (el subrayado es nuestro). [20] |
Razón y sensibilidad sútil en contínua interacción (en varios planos: sensitivo, intelectivo, volitivo, etc...) con el medio natural son el binomio clave que construyen no sólo el fundamento[21] sino las herramientas fundamentales para el cumplimiento de su obligación con la naturaleza y, a través de ésta, con las generaciones futuras. El contenido de las obligaciones, su consecución práctica y su exigibilidad moral no serían sostenibles si el ser humano no estuviera dotado de estas dos potencias distintivas frente a las demás especies vivas de la Tierra.
c) Y avanzando un paso más: ¿Cuál sería el contenido de las “obligaciones de hacer? del hombre respecto al entorno natural derivadas de la especial responsabilidad que lo vincula al ambiente?. Es más: ¿Qué fin debe consumar la acción humana en cumplimiento de este cometido?.
La responsabilidad activa del hombre sobre la naturaleza y a través de ésta respecto a las generaciones futuras se resume básicamente en la asunción “en forma cabal de su papel de protector y vigilante de los bienes naturales”[22], que los debe contemplar como anteriores y superiores en la medida que lo precedieron sobre la faz de la Tierra y tienen entidad propia,[23] y por ser elementales para garantizar la subsistencia de la especie con un mínimo razonable de calidad de vida. Se trata, por tanto, de una posición privilegiada únicamente en relación a la responsabilidad y obligación de cuidado, con base en la mayor altura intelectiva y sensitiva (también en un sentido de capacidad de interpretación racional de las propias percepciones instintivas) de la especie humana: “La responsabilidad del hombre es la de administrador y guardián, basado únicamente en su capacidad de conocimiento, reflexión y predicción”.[24]
El Planeta encuentra así en el hombre a la criatura perteneciente al engranaje de la creación que cumple con la función de ordenar inteligente y reverencialmente el entorno y la realidad natural toda.[25] Así, la acción humana deberá orientarse por una idea de la naturaleza y de la identidad humana como elementos diferentes pero integrados en un mismo continuo:[26]
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“Estamos seguros de que el hombre necesita a Gea [Gaia], pero ¿podría existir Gea sin el hombre?. En el hombre Gea tiene el equivalente de un sistema nervioso central y una conciencia de sí misma y el resto del universo. A través del hombre tiene una rudimentaria capacidad, susceptible de desarrollo, de prever y protegerse contra las amenazas de su existencia... ¿Sería entonces posible que, en el curso de la evolución del hombre dentro de Gea, haya adquirido en conocimiento y las habilidades necesarias para asegurar la supervivencia de ésta?”. [27] |
Difícilmente puede encontrarse una concepción más radicalmente integradora de la persona y el Planeta en conjunción cooperadora y al servicio recíproco de ambas y de su subsistencia futura en los términos en los que ahora la contemplamos. El hombre, como pieza del engranaje, colabora en la protección del equilibrio de Gaia necesario para el sostenimiento de la vida. Al tiempo, su propia subsistencia depende de que cumpla las exigencias medioambientales que se deducen de las reglas del equilibrio planetario. El hombre, como analista supremo de esta realidad, debe, en consecuencia, estudiar cuáles son las reglas propias de este equilibrio, y establecer los medios para que sean respetadas. De esta forma, se produce la paradoja de que el “gobierno de la naturaleza” pasa por la obediencia a las reglas de la naturaleza, de tal manera que “no se puede gobernar a la naturaleza si no es conociéndola y obedeciéndola”.[28] Y no cabe duda que en este contexto de debate el hombre moderno presenta un grado de responsabilidad aún más acentuado que tuvo cualquier otra generación en momentos históricos anteriores. La razón es obvia: la capacidad de control, protección y conocimiento de la naturaleza del hombre actual, así como de agresión técnica letal sobre la misma, es muy superior a la del ciudadano de hace tan solo cincuenta años, e incomparable a la del hombre de hace dos siglos. Así, el futuro de las generaciones futuras dependo hoy más que nunca de la forma en la que se gobierne el hombre actual. Esta situación resalta, automáticamente, el papel de director de escena ambiental del hombre moderno:
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“El hombre, separado de sus colegas los animales, empieza como actor, como una primera figura, pero no está seguro de qué papel tendrá que aprender. Con el tiempo, se convierte en escenógrafo, modificando el entorno y viendo que su propio papel también es modificado por aquél; y se ve obligado a ser asimismo tramoyista, cambiando los objetos de la representación para facilitar sus entradas y salidas de escena. Sólo después de mucha práctica en todos esos papeles de escenógrafo, de tramoyista, de sastre de teatro, de maquillador, de actor, descubre el hombre que su función principal consiste en escribir y dirigir la pieza”. [29] |
¿Qué traducción ética y jurídica tiene esta concepción?. Sintéticamente, que el hombre no solamente es la inteligencia de Gaia sino también su conciencia.[30] El descubrimiento del hombre de su función de actor es la toma de conciencia de su responsabilidad planetaria y generacional. Conciencia y responsabilidad que no son meramente retóricas y conceptuales, sino que se traducen en actitudes concretas y en la asunción de determinados valores que otorguen operatividad práctica (de amplia proyección jurídica) a la ética material de los valores ecológicos a la que aludíamos más arriba, y eficacia funcional a la labor de vigilancia, control y cuidado del Planeta, que es, como hemos venido argumentando, el contenido de la obligación de solidaridad del ser humano con el planeta y con sus semejantes no nacidos.
IV SUJETOS OBLIGADOS
Toda obligación jurídica obliga, por definición, a un sujeto que debe darle cumplimiento. Este puede ser una persona individualmente considerada, una comunidad, una persona jurídica e incluso el mismo Estado, entendido tanto como aparato como comunidad política. Ahora bien: en unos derechos (los ambientales de las futuras generaciones) que presenta tantos vértices y exigencias, que implican a tantas instancias y precisa de la concordancia de voluntadas incluso a nivel internacional para que su tutela sea efectiva, ¿quién puede considerarse que es el sujeto llamado a garantizar su cumplimento?.
Indudablemente, a un interrogante de este calado y que versa sobre un bien jurídico en sí mismo difuso y de difícil delimitación, no es posible darle una respuesta satisfactoria en términos jurídicos estrictos y clásicos. Más bien pueden avanzarse pautas y respuesta de orden moral y de ética social, que deben encontrar eco en las instituciones encargadas de otorgarles rango legal. Por ello, proponemos con carácter general los siguientes sujetos y pautas de acción.
a) Inicialmente y como marco general en el que insertar los posteriores contenidos, es inevitable incluir como sujeto con obligación de solidaridad con el entorno y que, a través del ésta, debe respetar los derechos ambientales de las futuras generaciones, a cada persona integrante de la humanidad. Esta obligación debe tenerse presente en cada acto con implicaciones ambientales. Por tanto, cada persona debe incorporar a su código moral un valor que específicamente vincule su conciencia y responsabilidad con la naturaleza. Se trata de incorporar a la conciencia humana un valor explícitamente ecológico al tiempo que marcadamente humanista, que opere como anterior y superior a todos los demás e integrador de todos ellos: ya destacamos antes que “l hombre vive en el mundo” (en el mundo natural, en la naturaleza),[31] y ésta es la primera de todas las verdades que debe gobernar el pensamiento y las acciones humanas de forma expresa, y ello si realmente quiere mantenerse la vida humana en cualquiera de sus dimensiones cronológicas.
En consecuencia, tanto en el plano del pensamiento como en el de la acción, se hará preciso “delimitar un horizonte de trabajo en el que la perspectiva de cambio mundial mantenga un correlato en cada una de las personas que componen el Planeta” (el subrayado es nuestro).[32] Cada persona debería tener una conciencia personal explícita de su responsabilidad comunitaria de futuro y, por ende, planetaria, como dos dimensiones de una misma realidad temática y también cronológica. Este es el rasgo distintivo del ser personal ecológico que individualiza en cada persona, a la vez que socializa a escala planetaria, la responsabilidad (ecológica, por una parte, y respecto al resto de la humanidad no nacida, por otra y a la vez) del ser humano como especie viva sobre la Tierra. Esta conciencia es la que permite, además, que se mantengan actitudes de oposición concretas frente a específicas acciones de deterioro ambiental, cualquiera que sea su escala.
Y es que en esta área de debate sobre los sujetos obligados a garantizar estos derechos, debe prestarse especial atención a la función promocional del Derecho sobre otras funciones sociales que le son propias. Resulta imposible controlar el cumplimiento por parte de toda la ciudadanía de sus deberes ambientales, e incluso resulta muy difícil tutelar la actividad de las comunidades que presentan un grado de responsabilidad más cualificado en el respeto de los derechos ambientales de las generaciones presentes y futuras. La promoción de una ética ecológica adecuada debe ser una finalidad esencial a incorporar en las políticas ambientales y legislaciones de desarrollo futuras: sin esta estructura ética que opere desde el fondo de cada persona el esfuerzo jurídico resultaría estéril.[33]
b) Dentro de la especie humana, en la que cada uno de sus miembros debería incorporar la conciencia explícitamente ecológica y comunitaria de futuro a la que nos hemos referido, resulta obvio que existen grupos en los que esta exigencia es más intensa. Y ello en razón de que sus actuaciones (o, en su caso, omisiones conscientes) son susceptibles de contribuir más decisivamente al deterioro del medio o a su recuperación. Entre estos grupos, los científicos presentan una responsabilidad más cualificada para la preservación de los derechos medioambientales de las generaciones futuras. Esta responsabilidad es más acentuada en esta profesión con fundamento en un motivo causal: con independencia de la acción de los gobiernos y las empresas que consienten, fomentan o favorecen determinadas acciones contaminantes y de deterioro ambiental, algunas de alcance planetario, los científicos son en gran medida los causantes de que estos entes políticos o privados (aunque a veces no se pueda saber dónde empiezan unos y dónde acaban los otros) dispongan de las herramientas necesarias para realizar tales actividades; sin la puesta a disposición de estos medios muchas de tales agresiones no existirían, o tendrían, al menos, un alcance de menor intensidad destructiva. De ahí, por tanto, la necesidad primaria de que los científico mantengan una conciencia específicamente ecológica y comunitaria de futuro (sin excluir la evidente conveniencia de que como ciudadano y también como experto asuman la dimensión integral propuesta por el paradigma ecológico) para salvaguardar determinados bienes naturales (en multitud de ocasiones de notable transcendencia para el equilibrio planetario).
La falta de esta conciencia asienta su base en el racionalismo fragmentario, que permite al científico disociar mentalmente su condición de profesional de la ciencia de su naturaleza de persona, subordinado la última a la primera en razón a una supuesta prioridad de sus responsabilidades profesionales sobre las humanas. Es esta concepción ética la que debe superarse, integrando al científico con la persona, y subrayando la responsabilidad que lo une con el resto de la especie sobre la meramente profesional, fruto de una altisonante proclamación de las bondades éticas de la fidelidad a las directrices y secretos oficiales y empresariales, y al ente público o privado que le suministra un sueldo en consonancia con su grado de obediencia y competencia: “Ningún científico deberá olvidar aquella variable que le liga estrechamente al resto de la especie, una variable que bien entendida no sólo proyecta sus consecuencias sobre algún aspecto parcial de su trabajo, sino sobre él mismo como persona y humanidad: de este resultado puede depender, en definitiva, su supervivencia.[34]
Igual que no es concebible un conocimiento vacío de contenidos éticos, tampoco es admisible la pericia técnica y científica como valor en sí, esto es, sin la inclusión de una ética que la oriente y limite. Debe formar parte de la misma ciencia un código deontológico que la comprometa a favor del entorno ambiental, cercenando en la conciencia de cada científico cualquier acción, investigación, proyecto e incluso descubrimiento que de forma palpable pueda ser usado para fines nocivos al entorno natural. Esta es una limitación que podría hacerse extensiva a cualquier experto que pueda poner al servicio de uno de estos fines sus conocimientos: su código deontológico, inherente a su actividad profesional, deberá prohibirle favorecer este tipo de acciones, ejerciendo una “objeción de conciencia científica” por la que se abstenga de intervenir; esta actuación sería un ejercicio supremo de responsabilidad con la humanidad.
Esta responsabilidad científica con el medio ambiente no sólo no debe minimizarse sino que es preciso subrayarla como un factor determinante para la evitar problemas ambientales para las futuras generaciones. Sobre este particular, Ruiz de la Peña ha entendido que la especie humana va a jugarse su destino “en el ámbito subjetivo de la interioridad, de la libertad responsable y no en el de la desnuda objetividad técnico-científica”.[35] Y añade: “No puede haber una buena ciencia sin una buena conciencia, que una ciencia sin conciencia es una ciencia inconsciente y desalmada; que toda ciencia legítima ha de ir acompañada de una toma de conciencia; la solución no está en sustituir tecnologías ‘duras’ o ‘sucias’ por tecnologías ‘blandas’ o ‘limpias’, la industrialización ‘salvaje’ por una industrialización ‘civilizada’.[36] Ni las medidas técnicas son por sí solas suficientes para superar el problema ambiental, ni puede concebirse una mejora de la situación sin una toma de conciencia a todos los niveles, especialmente entre los científicos.
c) Pero aún entre los científicos existen diferentes grados de implicación con la temática ambiental. Indudablemente, la responsabilidad ecológica de un médico no puede ser nunca igual a la de un ingeniero de minas que estudia la posibilidad de abrir un nuevo yacimiento en un entorno determinado, ni un químico-investigador especializado en análisis clínicos puede generar daños ambientales idénticos a los que puede producir un físico nuclear. De entre este amplio espectro de científicos profesionales, a los que afectan en términos generales las consideraciones referidas en los dos apartados anteriores, es adecuado separar por su especial importancia para la temática ambiental a los ecólogos.
Antes de seguir, conviene avanzar muy brevemente la diferencia entre ecólogo y ecologista. El primero es un cultivador de la ciencia de la ecología,[37] y el segundo es un activista social y político que “utiliza la ecología para promover o apoyar ciertas opiniones o deseos de cambio”.[38] Pues bien: por la especial importancia que su actividad puede tener para preservar los derechos ambientales de las generaciones futuras, los ecólogos deben ejercer también funciones de ecologistas asumiendo la grave responsabilidad social que les corresponde en la corrección de la problemática ambiental. Ciertamente los ecólogos trabajan con razones científicas, con datos objetivos. Pero esta actitud no puede limitarse a un simple trabajo de academia. Estos deben “desempeñar una labor crítica y tienen la obligación de informar al público de manera que éste adquiera un conocimiento y se forme una opinión adecuados sobre los problemas ecológicos, que pueda traducirse, de algún modo, en una presión sobre las decisiones de los políticos”.[39] Así, el ecólogo debe apoyarse en su especial y más objetivo conocimiento de la realidad ambiental para sensibilizar y concienciar a la ciudadanía en la obligación de responsabilidad y cuidado con el entorno. Se alza así en obligación moral el ejercicio de una obligación de solidaridad con el medio que se proyecta inevitable y benéficamente sobre las generaciones futuras, y que a la larga redunda en beneficio de todos ellos en su conjunto. Las funciones del ecólogo, como científico, y del ecologista, como activista sociopolítico que defiende valores ambientales, pasan a fundirse y confundirse haciendo frente común al problema ambiental, alianza que, no obstante, no está exenta de crisis internas:
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“Existe una evidente relación entre las doctrinas científicas de la ecología y la práctica ecologista; fundamentalmente en el sentido de que aquella propicia a ésta argumentaciones más o menos sólidas para sus presupuestos; pero también a la inversa, por cuanto que el ecologismo ha condicionado una responsable toma de postura de los ecólogos profesionales; más concretamente, les ha evitado caer en la trampa tan falaz como extendida, de la supuesta ‘objetividad del científico’, que los coloca por encima’ de la problemática social y cotidiana. En suma, les ha cerrado la puerta ante la tan aludida torre de marfil”. [40] |
En este plano de relaciones no exento de fricciones “lo ideal sería que los ecologistas hicieran de motor y que el movimiento que pusieran en marcha, se racionalizara, sin perder su ímpetu”,[41] ya que no puede obviarse que “la ecología tiene poca fuerza, el ecologismo tiene mucha fuerza, pero con frecuencia, poca perseverancia”.[42] El tiempo dirá si estas relaciones se van definiendo y complementando mutuamente y obteniendo resultados realmente eficaces. En todo caso, lo que parece innegable es que el ecólogo profesional debe humanizarse incluyendo entre las reglas propias de su ciencia los valores de protección del entorno ambiental, tomando conciencia de su responsabilidad social de futuro en materia medioambiental y actuando como empuje objetivo a través de los datos provenientes de sus investigaciones de las causas y acciones ecologistas de carácter tanto general como global.[43]
La preservación y garantía de los derechos ambientales de las futuras generaciones es aún un desideratum pendiente de empuje jurídico, político y ético. Pero no podemos considerarlo en ningún caso como una cuestión marginal o meramente retórica. Al contrario: está asociada a los problemas ecológicos que amenazan su supervivencia: al agotamiento de los recursos naturales que no podrán disfrutar, al deterioro de la capa de ozono que amenazará con cáncer de piel a una parte de la población nada despreciable, o a la posibilidad de que no puedan disponer de alimentos sanos, saludables y suficientes. Proteger el ambiente es proteger de vida: y la vida de las generaciones futuras que nos sucederán (y la nuestra misma) quedará en entredicho si no garantizamos adecuadamente aquí y ahora sus derechos ambientales mediante una actitud realmente solidaria con estas generaciones y con el mundo en el que vivimos.
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NOTAS
[1] Bellver, V, Ecología: de las razones a los derechos, Comares, Granada, 1994, p. 138.
[2] Ibid, p. 226
[3] Randers, J. y Meadows, D., “The carrying capacity of our global environment”, en Daly, H. (ed.), Economics, ecology, ethics, W. H. Freeman, San Francisco, 1980, p. 283.
[4] Valeri, H., “Los derechos de nuestros hijos”, Ponencia en las Primeras Jornadas de Diálogos Filosóficos, Colegio Mayor Jaime del Amo, Madrid, 15 de Enero.
[5] Tracy, D., y Nash, N., “El problema de la cosmología. Reflexiones teológicas”, Concilium, número 186, Junio 1983, p. 441.
[6] Ruiz de la Peña, J. L., “Ecología y teología”, en Pikaza, X. (ed.), El desafío ecológico: Ecología y humanismo, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1995, p. 134.
[7] Jaquenod de Zsögön, S., El Derecho ambiental y sus principios rectores, M.O.P.U, Madrid, 1989, p. 29.
[8] Ibidem.
[9] Ricoeur, P., Les temps de la responsabilité, Fayard, París, 1990, p. 86.
[10] Ibidem.
[11] Munford, L., El hombre y su responsabilidad natural, Mensajero, Bilbao, 1987, p. 102.
[12] Alfonso, C. Proceso al Siglo XX. El progreso y sus paradojas, Mensajero, Bilbao, 1976, p. 114.
[13] Ibid., p. 62.
[14] Jaquenod de Zsögön, S., op.cit, p. 30.
[15] Ricoeur, P., loc. cit.
[16] Alfonso, C., op. cit., p. 63.
[17] Roszak, T., Persona/Planeta. Hacia un nuevo paradigma ecológico, Kairós, Barcelona, 1985, p. 89.
[18] Kormody, E., Conceptos de ecología, Alianza, Madrid, 1975, pp. 237 y 238.
[19] Ibidem.
[20]
Ricoeur, P., loc. cit.
[21] Cfr. epígrafe anterior.
[22] Jaquenod de Zsögön, S., op. cit., p. 32.
[23] Ibidem.
[24] Kormody, E., Conceptos de ecología, Alianza, Madrid, 1975, p. 242.
[25] Roszak, T., Persona/Planeta, cit., p. 10.
[26] Ibid., p. 11.
[27]
Lovelock, J., Gaia. Una nueva visión de la vida sobre la tierra, Herman Blume, Madrid, 1982, p. 116.
[28] Margalef, R., La ciencia ecológica y los problemas ambientales: técnicos, sociales, humanos, Pikaza, X. (ed.), op. cit., p. 28. En idéntico sentido se ha pronunciado Miracle: No podemos mandar sobre la naturaleza más que obedeciéndola (Miracle, M., Ecología, Salvat, Barcelona, 1982, p. 12).
[29] Munford, L., op. cit., p. 100.
[30] Lovelock, J.,op. cit., p. 134.
[31]
Ibid., p. 20
[32] Domingo, A., Ecología y solidaridad. De la ebriedad tecnológica a la sociedad ecológica, Sal Terrae, Madrid, 1991, p. 135.
[33] Esto no debe entenderse en ningún caso como una negación de la importancia del tránsito de la Moral al Derecho positivo vigente. Esta transformación sustancial de la norma que obliga a observar una conducta ambiental acorde a la necesidades de las generaciones futuras debe considerarse un pilar muy importante para conseguir que los derechos ambientales de las futuras generaciones obliguen a un conjunto de sujetos cada vez más amplio: sin una estructura jurídica que alargue su fuerza de obligar hasta la sociedad en general, y a ciertos sectores de especial relevancia en particular, toda consagración de los derechos ambientales de las futuras generaciones no superarán del rango de proclamación nominal de un desideratum. Además, este es un tránsito hacia la legalidad obligado a tenor de lo prescrito en el art. 45.2 C.E, en el sentido que ya tuvimos ocasión de estudiar en el Epígrafe I de este estudio.
[34]
Jonas, H., El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, Círculo de Lectores, Barcelona, 1994, p. 204.
[35]
Ruiz de la Peña, J. L., “Ecología y teología”, en Pikaza, X. (ed.), op. cit., p. 134.
[36]
Ibid., pp. 134-135.
[37] Margalef, R., “La ciencia ecológica y los problemas ambientales: técnicos, sociales, humanos”, en Pikaza, X. (ed.), op. cit., p. 56.
[38] Ibidem.
[39] Odum, E., Ecología. El vínculo entre las ciencias naturales y sociales, Cecsa, Barcelona, 1980, p. 133.
[40] Parra, F., Diccionario de ecología, ecologismo y medio ambiente, Alianza Ediciones del Prado, Madrid, 1994, p. 22.
[41] Ashby, E., Reconciliar al hombre con la naturaleza, Blume, Barcelona, 1981, p. 79. En este punto el pesimismo del autor, sin embargo, es tan palpable como elocuente; a lo recogido en la cita añade: Pero probablemente esto es pedir peras al olmo (ibidem).
[42] Margalef, R., loc. cit.
[43] El ecólogo profesional puede aportar una ayuda inestimable mostrando los medios necesarios para, y las consecuencias de ciertos modos de acción o, de forma más general, mostrando cómo determinados principios éticos nos obligan en sentidos inesperados a causa de las leyes naturales (Brandt, R., Teoría ética, Alianza, Madrid, 1982, p. 65).